A Ana, por supuesto.
Eres como una campanilla
de esas que suenan
en una suave tarde estival
de niño en la casona de la abuela.
Eres esa campanilla
pizpireta, risueña
como una margarita
que lanza su sonido al aire
y es como escuchar una risa.
Eras Anita cuando te conocimos,
¡Anita de campanillas!
y sigues siendo Anita para todos
en esta amistad a distancia,
de vernos de vez en cuando,
de cenas y nostalgias,
empapadas de un cariño
que corre como savia
debajo de las palabras
y de los silencios sin palabras.
Y ahora, Anita, resulta
que te nos casas.
Qué mayor te has hecho
¡Si hasta habrá que llamarte Ana!
¡Qué alegría verte feliz y casada!
El júbilo me embarga
pero me siento como un abuelo
al que su nieta más querida
se le casa.
Déjame que me
refugie en la nostalgia.
Nostalgia de un verano
hace seis años,
de unas tierras extrañas,
de nosotros seis,
camaradas,
infatigables viajeros,
-el Big Ben nos llamaban-
conociéndonos a nosotros
y a las cosas en las calles
de un Londres entrañable.
¡Fui tan feliz aquel verano!
En ese tiempo que es
ya para siempre nuestro,
pero que nunca volverá.
Y siento alegría y pena,
la alegría de lo vivido,
la pena de lo que ha pasado.
Nunca os hablé del cariño,
nunca os di las gracias
porque fuisteis vosotros
los que hicisteis de aquel verano,
de aquella ciudad,
ese sol que alumbra en mi memoria.
Y tú, Ana, eres un poco nuestra,
como yo lo soy de todos,
y Luis y Olga y Félix y Natalia.
Ahora te nos alejas un poco,
te vemos volar Anita
y aquel verano
se nos aleja cada vez más.
Siento un nudo
de alegría en el estómago.
¡Que te nos casas, Ana!
¡Que te nos casas!
¡Quién lo diría!
Brindemos por tu felicidad
que es también nuestra alegría.
¿Quién sabe!
Igual algún día
te vemos, Ana,
llevando de la mano
a tus pequeñas campanillas.
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